Tal día como hoy hace 25 años, una joven de apellido ilustre de nieve nos tenía en vilo y con la emoción contenida frente al televisor —en la memoria estaba su caída en la puerta nº 7 cuatro años antes en Calgary cuando disputaba la plata— cuando en la parrilla de salida del stadium de la estación francesa de Méribel, aparecía dispuesta a iniciar la segunda manga de la final de Slalom de los Juegos Olímpicos de Invierno de Albertville. Era nuestro año, era tiempo de medallas, era 1992. Era Blanca Fernández-Ochoa.

 

Durante los 1:33.35 que duró su carrera, las centésimas parecían minutos y los segundos siglos. Blanca era tercera en el Slalom pero faltaba la norteamericana Julie Parisien. El tiempo se había parado en España y todos conteníamos la respiración. La estadounidense sumaba ocho centésimas más y una nueva medalla olímpica que todos ganamos aquél día se quedaba en casa de los Ochoa. El deporte hizo justicia. 
 

Así es Blanca ahora. 

 

 

Eran los cuartos y últimos Juegos a los que acudía la esquiadora madrileña. Antes estuvieron Lake Placid en 1980 (Blanca tenía entonces 16 años), luego vinieron Sarajevo 84, Calgary 88 y Albertville 1992. Si esto fuera Hollywood, habrían hecho una película de la gran esquiadora. Blanca había caído. Sí, mordió el polvo en la nieve de Canadá, pero se levantó y cuatro años más tarde, en su última oportunidad, subía al podium de Méribel para recoger su medalla. Junto a ella, su hermano Paco (oro en Slalom en Sapporo 72) y el resto de su familia. Desde entonces, ningún otro esquiador español, hombre o mujer, ha repetido la gesta. 

 

 

De Blanca Fernández-Ochoa recordamos el bronce de Albertville pero no fue, ni mucho menos, su único triunfo: en su palmarés están también cuatro victorias de Copa del Mundo entre los años 1985 y 1991. Su primera participación en esta competición fue a los 14 años.